Estos últimos tiempos no han sido ajenos a «malas prácticas» relacionadas con la real calidad de algunos automóviles, la colusión en el precio de bienes de consumo y la oferta dolosa de productos bancarios. Frente a estas actuaciones en el mercado, ¿quién asume el riesgo de esas conductas?
Desde la economía, el punto de partida puede ser un enfoque del llamado «problema de Adam Smith», explicado comúnmente como el giro radical –y aparente contradicción- de su pensamiento, desde la simpatía y empatía como el motivo de las acciones morales (en The Theory of Moral Sentiments), a lo que sería el amor de sí mismo o el interés por sí mismo (en su posterior The Wealth of Nations), haciendo del egoísmo el eje del comportamiento social.
No obstante, si estas ideas se enfocan de forma complementaria y no excluyente, la autorregulación del sistema moral emerge como un elemento relevante del pensamiento liberal que supone tanto la coordinación de los intereses particulares así como la de los individuos considerados como miembros de un grupo social. Eso es lo que expresaría la conocida metáfora de la mano invisible de Smith, para aludir a una coordinación involuntaria de intereses.
El uso de esta metáfora, que describe la capacidad autorreguladora del libre mercado, sigue siendo un tópico de la economía para describir cómo operaría el mercado (concebido como orden, institución, o mecanismo), donde tienen lugar las conductas interrelacionadas de los individuos, unos más poderosos y egoístas que otros.
Dentro de estas conductas existen aquellas definidas como «malas prácticas». Consisten en el comportamiento de un agente del mercado contrario a un deber ser, manifestado en buenas prácticas. Se trata de acciones u omisiones que no comportan una gestión responsable, diligente ni respetuosa de las reglas operacionales y éticas de un negocio dado. Su regulación se enmarca generalmente en un esquema de normas blandas, también llamadas soft law, como manuales de buenas prácticas, estándares o códigos deontológicos. No obstante, cuando el reproche a estas malas prácticas es subsumible en normas públicas con efectos sancionatorios, el término es desplazado por el concepto delito -civil o penal- generando sus respectivas responsabilidades, incluso contractuales cuando el cumplimiento de una buena práctica se sujeta a un pacto privado.
En la normativa europea de libre competencia, en consonancia con otros sistemas comparados, se prohíben conductas que sean prácticas concertadas y colusorias. Se trata de normas que, básicamente, mediante prohibiciones de actos que tengan por objeto impedir, restringir o falsear la competencia, establecen los principios estructurales de un sistema de economía de mercado. Su objetivo es proveer de herramientas regulatorias de las llamadas imperfecciones del mercado que afecten al modelo, las cuales provienen de acciones u omisiones de los agentes económicos que, en última instancia, siempre son un obrar humano.
Por su parte, el riesgo marcario puede entenderse, a partir de la concepción del riesgo de la ISO, como el efecto de la incertidumbre sobre los objetivos de la marcas. Así entendido, en el riesgo marcario pueden distinguirse varias dimensiones.
En una dimensión normativa del sistema de mercado, la regulación de estos signos distintivos mediante el establecimiento de derechos de exclusiva para sus titulares (con su jus prohibendi) se suele justificar por su función de determinar el origen empresarial de los productos o servicios, de manera que los consumidores (como agentes demandantes en este sistema) puedan diferenciar claramente entre unos y otros oferentes y ejercer su opción en un escenario concurrencial. Uno de esos elementos informativos de elección es el precio, que permite distinguir unos proveedores de otros, el cual debe ser establecido libremente, sin colusión.
A su vez, a nivel empresarial, el activo intangible generado por la marcas surge una vez que el signo ha sido reconocido en las mentes de los consumidores (en una suerte de fijación mental de asociación), efecto que se produce básicamente por insistencia, mediante mecanismos publicitarios (las más de las veces), y la presencia constante y aceptada en el mercado, o una combinación de ambas.
Entre las manifestaciones más conocidas del riesgo marcario se encuentran el riesgo de confusión (y asociación) y el llamado riesgo de dilución, aunque las dimensiones del riesgo marcario no se agotan en estos conceptos normativos.
Así planteado, ¿qué relación pueden tener las malas prácticas con el riesgo marcario y el libre mercado?
En una escala de grises, no toda mala práctica genera un riesgo marcario y no todo riesgo marcario es capaz de afectar al sistema. Por ello hay que distinguir, desde el ángulo de su gestión, entre riesgo operacional (propio o de terceros afectando marcas ajenas), jurídico (como sinónimo de normativo), reputacional (como pérdida de reputación y valor), estratégico (en la planificación del negocio) y riesgo sistémico (común a todo el mercado).
La incertidumbre, como elemento del riesgo, implica que dados ciertos supuestos (como las malas prácticas) el signo distintivo puede sufrir un daño traducido generalmente en una pérdida de valor. Es lo que se conoce como riesgo reputacional.
Cuando la contingencia incierta de sufrir pérdidas se debe a la inadecuación o a fallos en los procesos, en actuaciones del personal y en los sistemas internos, o bien, por causa de eventos externos que generan consecuencias definidas en una norma jurídica -por estar descritos los hechos desencadenantes en su antecedente-, se está en presencia de un riesgo jurídico. Así ocurre cuando la mala práctica está descrita como conducta prohibida o cuando genera un daño.
Y el riesgo marcario es sistémico cuando la pérdida de valor de una marca por causas normativas que afectan su reputación es teóricamente capaz de afectar a todo un sector de la industria, como el retail, la banca o el automotriz.
Desde la semiótica las marcas son la expresión simbólica de los competidores. Si varios agentes económicos ofertan iguales o similares productos o servicios, sus calidades se condensan en la mente del consumidor mediante los respectivos signos distintivos. Es en esa dimensión mental donde la función marcaria de distintividad opera en su grado más íntimo y cumple, en definitiva, su rol. De esa forma un producto o servicio es susceptible de ser preferido por sobre otro en razón básicamente de dos características generalmente interrelacionadas: precio y calidad.
En este proceso, la autonomía de los individuos se manifiesta en su libertad de elección, que en abstracto y en última instancia los iguala en el derecho a poder elegir, mas no en la elección efectiva por la escasez de recursos. Así, cada uno es aparentemente libre de elegir, tan libre como el precio y la calidad lo permitan según la decisión autónoma de cada uno respecto de los recursos disponibles. Si esa información (precio y calidad) es falsa (no reflejan una verdadera competencia o calidad de los oferentes) entonces se afectan la autonomía individual y el derecho a una libre elección. En definitiva, el mercado oferente termina siendo planificado mediante diseño humano y las marcas y su derecho de exclusiva dejan de cumplir su función diferenciadora.
Así, la relación entre malas prácticas, riesgo marcario y libre mercado puede aparecer nítida en su aparente autorregulación y en la asunción del riesgo por esas conductas: si un sector de la industria se ha visto afectado por prácticas colusorias el mercado automáticamente excluirá a aquellas marcas infractoras (como un orden espontáneo) y las dejará de consumir o se entablarán escenarios judiciales –de cuya eficacia depende todo el sistema-, generando una pérdida que podría llevar a la quiebra del agente infractor y su extinción como entidad.
No obstante, la realidad de las cosas se manifiesta muchas veces muy diferente.
Si las compañías titulares de los signos distintivos que las identifican con sus méritos y deméritos son de tal entidad que son demasiado poderosas para hacerlas responsabilizarse en serio, el riesgo en general, y el marcario en especial, pasa a ser absorbido por los consumidores. Es decir, en esos casos la incertidumbre de la pérdida no es tal, y el riesgo no es de quien lo crea. Así, de manera cada vez menos invisible, la pérdida deja de sufrirla el causante del daño y pasa a ser asumida por las propias víctimas. La mano invisible, a veces, tiene marca registrada.